El 15 de Septiembre del año 800, el abad Vítulo y su hermano Ervigio en unión de Jaunti, Belastar, Azano, Munio y otros hispanogodos, bajo la fe de Lopino, notario, otorgaron la escritura de fundación del Monasterio de Taranco en la que se escribe por primera vez la palabra “Castilla”. Se ponía el monasterio bajo la protección de los santos Emeterio –o Medel- y Celedonio, soldados romanos martirizados en el siglo III a orilla del río Cidacos, en la riojana ciudad de Calahorra.
La fundación se efectuó en un angosto valle, al pie de un monte que, doce siglos más tarde, continúa llamándose “monte Monasterio”. Una torre sobre el mismo permitiría otear el descenso de las aceifas –correrías- moras que, procedentes de Córdoba, vendrían a llevarse las cosechas que no sembraron, los animales de las parideras que no cuidaron, las mozas para llenar sus harenes cordobeses o reducirlas a la condición de esclavas.
El monasterio no sería una gran edificación, ni lo habitarían muchos monjes. Pertenecientes a la familia de Libato y Muniadona, foramontanos que atravesaron las sierras de Ordunte, procedentes de la Trasmiera, Libato y su esposa, padres de Vítulo y los monjes taranqueses eran todos familiares y se regirían por reglas monacales, seguramente la de San Benito o la de San Fructuoso. Lo cierto es que aquellos monjes fabricaron basílicas, –no solo la de Taranco sino la de Burceña-, edificaron molinos, trojes, bodegas, cochiqueras; restauraron fuentes (como la que se puede contemplar al pie del monte Monasterio, tal vez “el ninfeo de Hoz” o las de la “Encina,” en el paraje llamado “El Majuelo de Barrasa”, o la de “Colanco”) y puentes y caminos. No muy lejos de Taranco discurre la vieja calzada romana de Flaviobriga a Pisoraca (Castro Urdiales a Herrera del Pisuerga) con infinidad de ramales que comunican viejos lugares del Valle de Mena.
El monasterio no sería una gran edificación, ni lo habitarían muchos monjes. Pertenecientes a la familia de Libato y Muniadona, foramontanos que atravesaron las sierras de Ordunte, procedentes de la Trasmiera, Libato y su esposa, padres de Vítulo y los monjes taranqueses eran todos familiares y se regirían por reglas monacales, seguramente la de San Benito o la de San Fructuoso. Lo cierto es que aquellos monjes fabricaron basílicas, –no solo la de Taranco sino la de Burceña-, edificaron molinos, trojes, bodegas, cochiqueras; restauraron fuentes (como la que se puede contemplar al pie del monte Monasterio, tal vez “el ninfeo de Hoz” o las de la “Encina,” en el paraje llamado “El Majuelo de Barrasa”, o la de “Colanco”) y puentes y caminos. No muy lejos de Taranco discurre la vieja calzada romana de Flaviobriga a Pisoraca (Castro Urdiales a Herrera del Pisuerga) con infinidad de ramales que comunican viejos lugares del Valle de Mena.
Todavía –gracias a las investigaciones de la Dra. Ingrid Horch, de la Universidad de Bonn– son identificables topónimos –tanto de toponimia mayor como de la menor- que guardan relación con la antañona fundación taranquina.
Los monjes roturaron campos. A golpe de hacha y con la tea incendiaria abrieron espacios antes ocupados por selvas espesas en lugares como la Escalia, el Regolio o las Roturas y Quemadas-, y en ellos plantaron viñas y frutales, crearon pastizales y también cuidaron ganados –vacas, bueyes, ovejas, cerdos- y ordenaron la vida de los pobladores de aquellos lugares. Eran las famosas “presuras” a las que se refiere la escritura fundacional.
El monasterio de Taranco irradió fe y cultura desde sus orígenes. En su basílica se celebraba culto y se enseñaba la doctrina cristiana. Aún se conserva la pila bautismal en forma de copa. Por los paramentos del templo hoy aparecen arcos de medio punto cegados; un ábside cuadrado con sencillísimos canes y una ventana aspillerada; una bóveda de medio cañón con óculo, a través del que los rayos solares iluminarían un ciborium y una espadaña, con dos troneras para alojar dos campanas, rematada con sencilla cruz de piedra, así como un altar pétreo en cuya parte inferior derecha hay una fenestrella y unos curiosos canalículos, son los elementos más antiguos del templo aún conservados.
En el templo taranquino debieron venerarse los cuerpos de los Santos Mártires Emeterio y Celedonio (de los que se conservan unas pequeñas reliquias) que, con motivo de la invasión islámica, los cristianos trataron de ocultar para evitar su profanación. Este hecho dio a Taranco, lugar hoy todavía de la diócesis de Santander (cuyos patronos son San Emeterio y San Celedonio) y no obstante su inclusión en la provincia de Burgos, un relieve especial que se prolongará durante dos siglos.
En efecto: por espacio de dos siglos, Taranco es monasterio que acoge a los peregrinos que van por el Viejo Camino de Santiago (muy anterior al llamado “francés”) a Compostela; el que pasa por el Valle de Mena. Hasta que en el siglo XI el monasterio menés cae en la órbita de San Millán de la Cogolla y decae su esplendor quedando reducido prácticamente a la nada en la Desamortización de Mendizabal, a mediados del siglo XIX.
En el último tercio del siglo XX, sus bóvedas se derrumban. Solo escombros y maleza existen en la modesta iglesia. Su recuerdo queda apenasen los folios del Becerro Galicano de San Millán, en el que se han transcrito sus escrituras fundacionales –”De incoatione monasterii Sancti Emeterii et Celedonii”, los nombramientos de Abades posteriores a Vítulo, como Ervigio, Tacornio, Armentario, Esteban…, las donaciones posteriores-. Por si fuera poco, algunos historiadores discuten la autenticidad de esas escrituras, calificándolas de apócrifas en su contenido.
Hasta que en 1.990, a iniciativa de José Bustamante un burgalés, radicado en Bilbao, antiguo alumno de la Universidad de Deusto y miembro de la Promoción SATUNOTES de la Facultad de Derecho, en unión de sus compañeros de estudios, constituye la “Asociación de Amigos del Monasterio de Taranco – Valle de Mena-“. Laboriosamente, la Asociación, a lo largo de 10 años, reconstruye la iglesia monasterial con gran esfuerzo de dinero; erige un pequeño monumento conmemorativo del nombre de Castilla.